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Neurociencia Básica & Evolutiva
Debido a que los humanos son actualmente los únicos primates dependientes de manera estricta de la bipedestación, esto implica que la forma de nuestro cuerpo ha dependido de usar, para caminar, solo las dos piernas, y tuvieron que ocurrir desarrollos evolutivos importantes para alterar la forma de la pelvis femenina. Los machos humanos, de hecho, desarrollaron caderas más estrechas optimizadas para la locomoción, mientras que las caderas femeninas evolucionaron para ser una optimización más amplia debido a las necesidades de parto hace más de 4,5 mya. Según indica el registro fósil de los homininos, dicho cambio postural existía ya en Ardipithecus ramidus, especie que se sitúa cronológica y anatómicamente como forma de transición posterior entre la humanidad moderna y nuestro pariente vivo más próximo, el chimpancé.
Las pruebas fósiles del yacimiento de Aramis, en el cauce medio del río Awash (Etiopía), apuntan hacia un mosaico de caracteres primitivos y derivados en esta especie. Entre los primeros se encuentran su morfología dentaria y el grosor reducido de la capa de esmalte en sus dientes, que sugieren una dieta blanda de frutos, hojas y tallos tiernos, como en el chimpancé, o la presencia de un antebrazo alargado y un pulgar oponible en el pie, indicativos de la retención de la capacidad de escalar los árboles, condición heredada de los simios africanos. Como caracteres derivados aparecen el canino superior, reducido y con forma de diamante, o sobre todo la morfología de la pelvis, similar a la de homininos posteriores cuya postura era ya inequívocamente bípeda, como Australopithecus afarensis, especie para la que junto a las evidencias anatómicas se dispone del rastro de huellas fósiles conservadas en el yacimiento tanzano de Laetoli.
De hecho, A. ramidus no es el único candidato a convertirse en el primer hominino representado en el registro paleoantropológico tras el hallazgo de Sahelanthropus tchadensis en el yacimiento de Djourab, al Norte del Chad. Así, el cráneo de esta última especie, con una antigüedad en torno a 7 mya y un volumen cerebral estimado en tan sólo 350 cm3, muestra el foramen magnum en una posición inferior bajo el cráneo, no retrasada como en los simios, lo que sugiere una postura erecta. De igual modo, el descubrimiento de Orrorin tugenensis en los Montes Tungen de Kenia, con 6 mya y una anatomía más humana que la de los propios australopitecinos, abre la posibilidad de que la bipedestación se adquiriese tempranamente en un entorno forestado, antecediendo en varios millones de años al aumento de la encefalización en el linaje humano, aunque con matices como los que comentaré ahora.
En general, a través de la evolución de la especie, una serie de estructuras en nuestro cuerpo ha cambiado de tamaño, proporción o ubicación para acomodar la locomoción bípeda y permitir que una persona se ponga de pie y mire hacia adelante. Para ayudar a sostener la parte superior del cuerpo aparecieron una serie de cambios estructurales en la pelvis. El hueso ilion se movió hacia adelante y se ensanchó mientras que el hueso isquion se contrajo, estrechando el canal pélvico. Estos cambios ocurrían al mismo tiempo que los humanos desarrollaban cráneos más grandes, o volviéndose animales cada vez más encefalizados, dando lugar a lo que conocemos como el dilema obstétrico.
Esta hipótesis plantea que cuando los homínidos comenzaron a desarrollar la locomoción bípeda, el conflicto entre estas dos presiones evolutivas opuestas se agravó enormemente dando lugar a una trade–off entre ambas y haciendo del parto un acto dependiente de asistencia externa. Sin embargo, el dilema obstétrico ha sido cuestionado conceptualmente en base a nuevos estudios.
Algunos autores sostienen que la hipótesis del dilema obstétrico supone que el parto humano ha sido una experiencia dolorosa y peligrosa a través de la evolución de la especie. Esta suposición puede ser fundamentalmente falsa, ya que muchos análisis iniciales se centraron en los datos de muertes maternas durante el parto, principalmente de ascendencia europea en Europa occidental y Estados Unidos durante los siglos XIX y XX, una población limitada en un momento de grandes cambios. El estudio sugiere que el aumento de la mortalidad materna durante este período de tiempo no se debió a limitaciones evolutivas, sino al aumento del uso de la intervención médica (que visibilizó algunos problemas asociados), la medicalización del embarazo y el parto, y las prácticas socioculturales restrictivas de la época victoriana. Además, gracias a los avances en la obstetricia, buena parte de la humanidad no se halla sujeta ya al dominio de la selección natural en estos aspectos, por lo que estas reflexiones se quedan entonces en el campo de la mera especulación, aunque cabría plantearse tales argumentos en otros grupos animales, como los proboscídeos o los cetáceos, que muestran también altas tasas de expansión cerebral postnatal. Pero volvamos a nuestra especie.
Como ya sabéis, somos animales tremendamente encefalizados. Esto implica que el tamaño relativo entre cerebro y cuerpo puede ser un indicador de las capacidades cognitivas de una especie, siempre y cuando se tengan en cuenta las ventajas e inconvenientes de estas aseveraciones. Las ventajas las encontramos al comparar, por lo general, el cociente de encefalización entre distintos órdenes y parvórdenes de animales para predecir una mayor complejidad en el repertorio conductual e inteligencia de aquellos cuyo tamaño relativo sea mayor, a excepción quizá de la comparación entre primates y cetáceos, sobretodo entre simios y odontocetos. Por ejemplo, encontramos dicha relación al comparar el cerebro de un gorila y un caballo (distintos órdenes), o el de un gorila y un mono capuchino (distintos parvórdenes), pero no al comparar el de un chimpancé y un delfín mular. En estos y otros odontocetos encontramos no sólo un mayor tamaño absoluto sino también relativo en comparación con nuestros parientes más cercanos. Por lo tanto, habría que observar otras variables como la altricialidad, los estadios de neurogénesis y poda neuronal, la cultura acumulativa, el medio o los recursos tróficos, así como a la citoarquitectura y conectómica cerebrales como límites del coeficiente de encefalización para explicar la inteligencia.
Asimismo, las dimensiones del cerebro en un elefante neonato representan un 35% de las del adulto y en el delfín mular un 42%, valores que resultan próximos al del chimpancé, en un 36%, aunque superiores al de los humanos, con un 27%. En todo caso, aquí intervienen otros factores, que servirían de contrapeso a lo argumentado, como el hecho de que la reducción extrema de los elementos esqueléticos que conforman la cintura pélvica y las extremidades posteriores de los cetáceos, en el curso de su adaptación al medio acuático, se tradujo en la desaparición de las limitaciones anatómicas sobre el parto descritas anteriormente, lo que posiblemente ha permitido alcanzar en ciertas especies de odontocetos, como delfines y marsopas, una encefalización bastante superior a la de los grandes simios sin necesidad de que se vea acompañada de un aumento en el grado de altricialidad de sus neonatos, algo que resultaría inviable en su entorno acuático. Pues es posible, que la dependencia o altricialidad, sí expliquen este dilema en nuestra especie a través de un elemento del neurocráneo que conocemos como fontanela.
La fontanela (anterior y posterior) es una característica anatómica del cráneo humano infantil que comprende cualquiera de las brechas membranosas suaves (suturas) entre los huesos craneales que forman la calvaria de un feto o un bebé. Las fontanelas permiten un rápido estiramiento y deformación del neurocráneo a medida que el cerebro se expande más rápido de lo que puede crecer el hueso circundante, dando lugar a una mayor expansión craneal y durante mayor tiempo que determinarían la conservación de los caracteres infantiles, conocida como neotenia, e impulsando a su vez duración de la gestación y altricialidad en humanos en comparación con otras especies, como el chimpancé, cuyas suturas sellan mucho antes teniendo, además, una mayor gestación en términos relativos (que no absolutos) con nuestra especie. Es más, probablemente hablemos de un rasgo relativamente reciente pues no está presente en otras especies homininas, como Austrolopithecus africanus.
De hecho, se cree que la gestación en humanos es más corta que la mayoría de los otros primates de tamaño comparable. La duración de la gestación en humanos es de 266 días, u ocho días menos que los nueve meses, y se cuenta desde el primer día del último período menstrual de la mujer. Durante la gestación, las madres deben soportar el coste metabólico del crecimiento de los tejidos tanto de sí mismas como del feto, así como la tasa metabólica cada vez mayor del feto en crecimiento. Los datos comparativos de mamíferos no primates y primates sugieren que existe una restricción metabólica sobre cuán grande y energéticamente costoso puede crecer un feto antes de que deba abandonar el cuerpo de la madre y, probablemente, este período de gestación más corto sea una adaptación para garantizar la supervivencia de la madre y el niño porque conduce a la altricialidad o dependencia postnatal.
En definitiva, el cerebro y el tamaño corporal neonatales han aumentado en el linaje hominino, y la inversión materna humana es mayor de lo esperado para un primate de nuestra masa corporal. La hipótesis del dilema obstétrico sugiere que para poder tener un parto exitoso, el bebé debe nacer cada vez más pronto, haciendo que el niño sea cada vez más prematuro en su desarrollo y que esta sea una (de las muchas claves) por las cuales nuestro potencial como especie ha alcanzado las cotas que conocemos. Que nos ha hecho dependientes del mundo social que nos rodea, vulnerables eso sí, pero que a través de la pleiotropía antagónica se premiera también la juventud extendida y un mayor tiempo para madurar, para aprender y equivocarnos, más sensibles a la construcción de nuestras propias pautas y a los nichos culturales, y que, siendo así, yo no vería un dilema.
Referencias:
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